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Argentina: La imaginación prodigiosa de una Nación

¿Los argentinos fueron siempre tan pesimistas como en estas últimas décadas? ¿O el pesimismo es un estado, que, como otros, depende, en muchos casos, de especiales circunstancias históricas y contextos culturales? El descreimiento, la vergüenza, la carencia de espíritu colectivo, entre otras frutas amargas, circulan en la galería del desencanto argentino. No es nuestro propósito en esta ocasión referirnos al hecho de que el siglo XXI se inauguró con una de las mayores emigraciones argentinas, desprendida de causales forzosas, como los exilios de los años 70. Los jóvenes de estos años han querido irse, no perseguidos por fuerzas represivas, sino por los fantasmas de la desocupación, la falta de horizontes, la corrupción y otras delicias tercermundistas. Sin fuerza para cambiar la Argentina, buscarían en la vieja patria de sus ancestros lo que muchos de éstos perdieron, después de décadas de sacrificio. Era, simbólicamente, el viaje de regreso de los inmigrantes de fines de XIX y parte del XX. Con un detalle, volvían como aquéllos habían llegado: sin nada.

Ahora bien, en estas líneas queremos plantear que el discurso del desaliento último no nos ha acompañado invariablemente. Por el contrario, provenimos de uno ubicado en las antípodas, es decir, aquél que confiaba en la “nacionalidad argentina de Dios”. Entre uno y otro extremo se desarrolla gran parte de nuestra historia cultural. Nos proponemos examinar, entonces, la relación existente entre un hecho conmemorativo -como lo es el festejo del primer Centenario de la Revolución de Mayo- y el surgimiento de un discurso, en el que la Argentina es identificada como el espacio de la fecundidad, el progreso y un destino de brillo. Desde los repertorios americanos del XVIII, la visión positiva de la agricultura que va de Andrés Bello a José Martí, las promesas de la civilización que animan a Sarmiento, hasta la versión de una América como “granero de Occidente” del modernismo de fines del XIX se constata un abanico de representaciones de la abundancia. Aún más, los discursos del descubrimiento expresan, por medio del recurso del locus amoenus, un elogio a la prodigiosa naturaleza americana al extremo de identificarla con el paraíso.

Se trata de una tradición que ha interpretado a América como una naturaleza generosa, dando lugar a un discurso de la abundancia. Lo dicho se asienta en una teoría de la representación en América Latina, que pone en evidencia los modos de imaginarnos a nosotros mismos a través del arte, la literatura o el discurso político. Si no nos interrogáramos, de esta manera, sobre las condiciones que circundan la producción del discurso del Centenario, no advertiríamos determinados vínculos y aceptaríamos como verdaderos los contenidos de aquellas representaciones, elaboradas durante el Centenario. En resumen, en la Argentina y alrededor del 1910, es posible constatar una notable correspondencia entre la formación discursiva hegemónica, manifestada en una confianza ilimitada en el futuro y la producción de bienes naturales, y las condiciones socio-históricas que lo permiten y alientan. El surgimiento de dicho discurso podría datarse a partir de la generación de 1880 y su vigencia se extiende, por lo menos, hasta la crisis de 1929, con la consiguiente interrupción democrática. En otras palabras, el discurso del Centenario, inscripto en el modo de representación de la abundancia, ha sido fruto de una coyuntura histórica bien determinada: la modernización argentina. Nada con anterioridad a este fenómeno lo hace posible. Basta pensar en el exiguo atractivo económico del Río de la Plata durante la Colonia, comparado con el Perú o México, y por ende la imagen de la escasez que produjo.

El sistema de reglas que otorga unidad a un conjunto de enunciados durante el año 1910 se rige por medio de una Argentina imaginada como monumental, potente, movida por impulsos prodigiosos. Esta idea de grandeza no es megalómana sino hiperbólica y debe asociarse con una verdadera concurrencia de factores diversos, entre ellos, principalmente, los indicadores de una pujanza económica argentina. La formación discursiva del Centenario ha sido registrada en diversos estudios con anterioridad, sin embargo, nos parece oportuno volver sobre la misma con el fin de revisar también los discursos periféricos, que polemizan y se alternan con la homogeneidad registrada en la ideología de la euforia. Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas y Manuel Gálvez componen, con matices, las voces representativas de tal ideología. El discurso hegemónico del Centenario debe conducirnos a percibir los espacios en donde lo “no dicho” comienza a manifestarse.

La hora de los terratenientes

La celebración centenarista forma parte de una política de la memoria, puesto que el estado oligárquico argentino promovió, con todos los medios a su alcance, los fastos del evento. La celebración no destacaba los diversos sentidos con los que se concebía la nacionalidad, únicamente, sino la complacencia de una clase social, con la que la nacionalidad se identificaba. La oligarquía argentina consideró el episodio pasado de modo ejemplar, es decir, extrajo de él las confirmaciones del presente, que corroboraban el éxito económico obtenido. Se trata de la conversión de datos económicos favorables para el modelo económico liberal en un valor generalizado.

Los festejos del centenario significan un aprovechamiento político de un acontecimiento histórico. Hay una ritualización de los festejos que ha despojado al hecho mismo de la Revolución de Mayo de toda significación heroica y lo resignifica en favor de intereses determinados y del poder del estado controlado por la clase terrateniente. Ciertos discursos literarios no impugnan ni rechazan la estructura que da origen a los festejos en los términos expresados, sino que por el contrario se suman a ellos mediante la consolidación de la imagen fecunda, apacible, presuntuosa de la Argentina. Son la validación simbólica de un positivo balance económico. En otros términos, tales discursos contribuyen a tornar natural una determinada tradición, a tal punto que se la experimenta como verdaderamente acontecida y no como una construcción realizada a fuerza de silencios. La celebración del Centenario entabla un doble juego con la tradición; por un lado, busca fijar una tradición propia dentro de un pasado selectivo, y, por otro, el acontecimiento mismo de conmemorar forma parte de una tradición inaugurada con la modernidad. En este último sentido, Robespierre había contribuido a la formación de una especie de religión de la patria, en la cual el estado revolucionario se rodeaba de las pompas de las ceremonias religiosas. El objetivo que se persigue por medio de la gran escenificación celebratoria es el de producir una influencia sobre la imaginación de las masas.[1] Nótese la implicancia religiosa de las procesiones cívicas llevadas a cabo durante 1910 en la Argentina o las oraciones pronunciadas y colocación de piedras fundamentales, etc. La formación discursiva del centenario se estructura de tal manera que no admite el disenso en la presentación de la imagen que la oligarquía argentina ha creado.

Los terratenientes viven su momento de mayor esplendor,  y han convertido en sentido común lo que no es más que sentido de clase.  En rigor, se trata de una coincidencia entre distintos sectores de la sociedad argentina que han obtenido beneficios derivados del nuevo orden colonial. Aunque la distribución de la riqueza es extremadamente desigual y a todas luces injusta, la presión de los sectores medios se hace relativamente de manera pacífica, como la abstención sostenida, por entonces, por Hipólito Yrigoyen. En líneas generales, una rápida comparación con el resto de los países latinoamericanos permitía extraer la idea de que la Argentina había encontrado su camino. El diario más ligado a la cosmovisión de los terratenientes, La Nación, contribuyó con un volumen de 300 páginas a la conmemoración del Centenario de la Revolución de Mayo. La edición ha dejado quizá el más acabado epítome del festejo. En sus páginas conviven pacíficamente textos de Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Joaquín V. González, Agustín Alvarez y otros intelectuales y escritores prominentes junto a las reseñas generales sobre los ferrocarriles, la ganadería, la agricultura, las compañías y sociedades anónimas. Difícilmente pueda encontrarse en la historia cultural argentina una circunstancia parecida.

Elogio de la tierra

La formación discursiva del Centenario actualiza e intensifica un “residuo rural”, que a modo de tradición ha impregnado la cultura argentina. Es un elemento que homogeneiza los textos literarios escritos ‘ad hoc’, u otros que se producen alrededor del año 1910. Recurso que debería sorprender ante el carácter netamente cosmopolita, moderno y europeísta que la modernización literaria en la Argentina había traído. Sin embargo, no hay razón para ello. Al proceso de modernización se le acopla inevitablemente la definición de sus tradiciones. Dentro del conjunto sistemático de enunciados, la exaltación de las bondades de la naturaleza y la utilidad de los bienes materiales resulta el tópico predilecto, como lo demuestran sobre todo “A los ganados y las mieses” de Leopoldo Lugones y el Canto a la Argentina de Rubén Darío, aparecidos en la edición especial del diario La Nación de 1910. Es explícito en el primero el modelo horaciano, de acuerdo con el epígrafe Carmen Saeculare de Horacio, que abre las Odas seculares a la que pertenece el poema. Con todo, en el discurso de la abundancia centenarista hay fuertes resonancias virgilianas. De las dos formas poéticas clásicas de Virgilio, el modelo de las Geórgicas y el modelo de las Bucólicas, el discurso de la abundancia se referencia mejor con el dominio activo y tecnológico de las Geórgicas. En las bucólicas hay pastores, en las geórgicas hay cultivo, bueyes de labor, mieses, vides, frutales. El héroe es el labriego y no el pastor. Una y otra forma literaria aluden a actividades distintas: mientras las geórgicas mantienen un estrecho vínculo con la actividad agrícola, las bucólicas lo hacen con la pastoril. Estas características de los discursos poéticos alientan una visión idílica de la naturaleza y los hombres que la sirven, ya que su construcción armónica demanda la sustracción de cualquier conflictividad social. El discurso adquiere de tal manera un fuerte matiz despolitizado, como consecuencia de un desplazamiento de la urbe en pos de una exaltación de la naturaleza. En el paisajismo despolitizado, la mirada se posa solamente sobre el terruño, como la escenografía más adecuada para el despliegue de la actividad productiva y el desarrollo futuro de los hombres que vienen de otras latitudes. La mirada es arcádica, puesto que no se alude al conflicto social, que se destaca en la urbe, por medio de ideologías temerarias y extremistas traducidas en acción directa por los anarquistas. En la alusión a la naturaleza se percibe un efecto de equilibrio, sin fisuras, entre la belleza de sus formas y la trama social de los hombres que la tratan.

El segundo centenario

El primer centenario de la Argentina está cifrado conforme a los paradigmas del siglo XIX, ya se sabe que el XX es un siglo corto que va de la primera guerra mundial a la caída del Muro de Berlín (1914-1989). El segundo Centenario habrá de estar signado por diferentes paradigmas. A  los aportados por el romanticismo y liberalismo, en la cultura y la economía, provenientes del siglo XIX les caerá el peso aplastante del positivismo y los fascismos europeos, respectivamente. Después de la primera guerra mundial y la crisis de 1929 el mundo fue otro. Las vanguardias estéticas fueron una de las tantas respuestas a la desazón y el desconcierto. La angelical idea de la “paz perpetua” se daba de bruces primero con la guerra civil en la Unión Soviética, luego la guerra civil en España. Todas antesalas de la segunda guerra mundial. Con el fin de ella, comienza la llamada guerra fría, es decir una situación de no-guerra en Europa (la no-guerra, desde luego, no es lo mismo que la paz) y numerosos conflictos bélicos de baja intensidad, como se los llamó, pero de altísima utilidad política para el expansionismo soviético y el imperialismo norteamericano. Tal es el mundo por el que transcurre el  segundo centenario. Un mundo en el que se formulan ideas tomando como matriz una relación bipolar, cuya división fundamental se establecía a partir de la coordenada Este-Oeste, olvidando que la mayor conflictividad estaba en la relación Norte-Sur. Pero también ese mundo bipolar  se desplomó, como ha quedado dicho, no sólo por las razones expresadas, sino que además con acontecimientos propios ya del siglo XXI como el ataque a las Torres Gemelas (Nueva York, 2001) y la crisis financiera mundial reciente. Tales episodios no han hecho sino completar aquel desmoronamiento. Nada indica que estemos a las puertas de un  mundo más seguro y solidario. En este nuevo marco de otra centuria hemos podido constatar los enormes cambios acaecidos, así como también la formidable (pero también quizás estimulante) incertidumbre que domina. La célebre frase “todo lo sólido se desvanece en el aire” parece haberse cumplido categóricamente.

Ahora bien, ¿dónde quedó la Argentina del “ganado y las mieses”? El país que había creado su propia mitología de pujanza, progreso y verdadero “destino manifiesto” no era por cierto para muchos. La emergencia del peronismo no transformó la Argentina oligárquica, pero fue el único movimiento que la enfrentó de verdad y con coraje intelectual. Nada volvió a ser igual. Achacarle al peronismo que no haya llevado adelante semejante cambio es desconocer que una revolución todavía más radical como la mexicana (la de 1910) tampoco lo hizo o lo pudo. Buena parte del tiempo transcurrido por el segundo centenario se encuentra bajo el signo del peronismo: ya sea porque gobernó, exiliaron a sus dirigentes, persiguieron o mataron a los que se quedaron, o simplemente porque el Bicentenario encuentra  a la Argentina gobernaba por una mujer procedente de ese movimiento. Todo lo demás está tan encima de nosotros que resulta demasiado provisorio hablar de ello.

[1]  José Carlos Chiaramonte demostró que el término « Nación » no se refiere a una realidad histórica, sino a un concepto que pudo ser aplicado a distintas realidades (Estado, Provincia, Pueblo o Soberanía). Chiaramonte, José Carlos, Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en tiempos de la independencia, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2004.

Dr. Claudio Maíz
Docente-investigador de la UNCuyo